jueves, 8 de noviembre de 2012

Capítulo trigésimo: Sucker Punch.


            Innegablemente había renacido. Veronika de sentía eufórica, alegre, radiante. Tenía ganas de cantar, bailar, escribir hasta caer rendida. Y de repente murió. Sintió como alguien le chupaba lentamente la energía que guardaba en su interior, sentía cómo nuevamente alguien intentaba adueñarse de su esencia. Otra vez, una loba vestida de corderita. Pero las cosas no se iban a quedar así.
            Y la única forma que tenía de no permitir que esto ocurriera era comportándose como una grandísima hija de puta, una zorra con todas las letras. Y más le valía a esa persona tener cuidado, pues Veronika no era de las que se dejaban llevar por los comentarios de la gente. Eso lo aprendió bien de Olivia.
            Esa tarde había bailado, en pleno centro, delante de la muchedumbre. Se comió el mundo. No era la mejor, por no decir que obviamente no tenía ni idea de lo que estaba haciendo, pero aún así Veronika poseía eso que toda persona necesita para poder desarrollar cualquier talento: disposición para aprender, para dejarse llevar. Y esa sonrisa que destacaba entre todas las partes de su cara dispuesta a cautivar a cualquiera de los allí presentes.
            De la misma manera, en la noche del sábado también hizo el asfalto retumbar. De lejos le miraban, al pasar y, obviamente, de cerca. Hubo un momento en el que indudablemente, era el centro de atención sin siquiera proponérselo. Sonó. Aquella canción con la que su gato negro le hacía sentir tan caliente. Cerró los ojos y en cuestión de segundos podía notar cómo era él el que movía su cuerpo, cómo le tocaba en ciertas zonas de una manera para nada púdica. Sentía cómo ardía por dentro y cómo aquel calor salía de sus poros en forma de sensualidad.
            Pero en un segundo esa sensación desapareció, el gato negro huyó, se convirtió en tan solo un rastro olfativo. Abrió los ojos y pudo notar todas esas miradas posadas en ella. Sus mejillas tornaron en el más intenso rojo, pero algo dentro de ella le decía que aquello estaba bien. No le desagradaba sentirse objeto de deseo por, aunque sea, unas milésimas de segundo.
            En su reproductor de música se escuchaba en ese momento “Kiss me, goodbye” de Buck Tick. Había encendido incienso, esta vez, de lavanda. Ahora solo le quedaba esperar al malito gato que se colaba cada noche por su ventana para que esa noche se pasara más rápido. Estaba demasiado excitada y, además, tenía la necesidad de dormir abrazada a alguien. ¿Quién mejor que él?

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