Y allí se encontraba nuevamente
nuestra protagonista sentada en su silla negra ligeramente remodelada por ella
con un simple pedazo de tela que cubriera los desperfectos que en un momento
ocasionó su cachorro. Sus rodillas en alto obteniendo forma de ovillo, con sus
brazos alrededor de sus piernas y la taza de té de vainilla y canela por encima
de sus rodillas desnudas, tratando de captar el calor que el agua desprendía.
La habitación permanecía iluminada
por una simple lámpara de noche amarilla situada al otro extremo de la
habitación que lograba transmitir una luz cálida. Bajo esta, una varilla de
incienso de lavanda recién prendida. No es que se hubiera aburrido del incienso
de canela, simplemente era un olor que compartía con alguien especial, con el
gato negro, era algo de los dos y ya está, aunque se separasen por un tiempo,
incluso si no se volvieran a ver nunca,
ese olor siempre sería de ellos.
Nuevamente desde su posición, un
radiador antiguo portátil, de esos que, si te paras a pensarlo, desearías no
tener que oler el agua que ha permanecido durante tantos años calentándose y
enfriándose cada vez que el frío llega, trataba de calentar la habitación sin
lograr que la piel de Veronika subiera uno o dos grados más. Tomó la bolsita de
té y, dando unos ligeros golpecitos contra la taza, la sacó, bebiéndose los
últimos sorbos de este.
En sus oídos resonaban los golpes de
la batería y los acordes de una canción de Foo Fighters, The pretender. Para
ser más exactos, las palabras que le taladraban el cerebro eran las que
correspondían en castellano a “¿Qué pasa si digo que no soy como los demás?
¿Qué pasa si digo que no soy uno más de tus juegos?”.
Quizá esas frases solo llegaron por
casualidad a sus oídos, o quizá llegaron porque debía ser así. Porque eran las
idóneas para su conclusión. Pero
llegaron antes de que sus palabras se organizaran y sus dedos teclearan con tal
rapidez que las palabras que salían de ellos no eran más que un producto de su
subconsciente, pues no le permitían a su mente imponer el orden que ella quería.
Había observado durante mucho
tiempo. Pero había observado de la manera más ciega posible. Y todo empezó por
el simple hecho de ver a su alrededor y notar que todos los que se encontraban
cerca de ella estaban conectados sin descanso alguno. A través de sus móviles,
de sus tablets, del ordenador… de internet. Empezó a entender a lo que se
referían algunos críticos con eso de que Internet era el mejor invento al que
peor uso le damos. Sí, hemos conseguido romper esa barrera tan jodida llamada “espacio”
pero, ¿hasta qué punto es eso bueno? Hemos aprendido a ocultarnos tras una
pantalla delante de la cual somos las personas más valientes del mundo.
Sobreentendemos y malentendemos a nuestro antojo todo aquello que se nos dice. Vivimos
por y para esa última mención que nos han hecho en Twitter, o por el mensaje
instantáneo recibido en Facebook o Tuenti.
Ya no decir de ese invento de “Whatsapp”
del cual todavía no era partícipe. Ni de ese ni de cualquiera que la nueva
tecnología o aplicaciones de las que se podía disponer en los últimos modelos
de teléfonos móviles. Sí, durante un buen tiempo había deseado ser partícipe de
todas esas bromas y conversaciones cómplices que se hacían dos personas
sentadas la una al lado de la otra.
Pero ¿dónde quedó la expresión
facial? ¿Dónde queda el tono? ¿La voz? ¿Qué diablos es lo que va bien con esta
deshumanización? Si tienes a alguien al lado mírale a la cara y habla con él.
Si quieres decir lo que sientes por alguien, por el amor de quienquiera, que
sea a la cara si la situación lo hace posible, pues el contacto humano es lo
más maravilloso del mundo. El ver a alguien sonreír, ruborizarse. Aguantarse
las lágrimas o estallar de la ira.
¿A qué vamos a llegar? Recuerdan cuando
la televisión ocupaba la mayor parte de nuestro ocio y nuestras madres nos
decían que se nos podría la cabeza cuadrada. ¿Qué les vamos a decir a los más jóvenes? ¿“Tanto chatear,
se te va a quedar cara de emoticono”? A este paso ni eso. Llegará un momento en
el que tanta tecnología nos imposibilite expresar nuestras emociones mejor que
con un teclado, e incluso puede llegar a falsear los verdaderos sentimientos, a
idealizarlos o infravalorarlos hasta un punto en el que ya ni sepamos lo que
sentimos.
Definitivamente estaba a gusto como
estaba. Con un móvil “vintage”, sin si quiera cámara ni mayor memoria que la
necesaria para guardar a lo sumo trescientos mensajes de texto ¡qué brutalidad!
Tenía miedo de que la nueva tecnología se adueñase de ella, que la atase más
aún y se convirtiera en una de esas personas que no pudieran disfrutar del
momento.
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